sábado, 25 de octubre de 2025

Las dos caras de la realidad


Cuando nos distanciamos un poco de la actividad febril de la vida cotidiana, vemos que la realidad presenta dos aspectos básicos, que hay dos caras en nuestra existencia. 
Por un lado, tenemos la cara visible, la del mundo físico y material. Si alzamos los brazos, veremos su movimiento. Si tomamos una rosa, podremos oler su fragancia o sentir la suavidad de sus pétalos. Todo esto pertenece a la faceta o vertiente espacial del mundo físico. Pero es igualmente real la vertiente de la realidad que corresponde al aspecto experiencial: la sensación subjetiva del color rojo de la rosa, las sensaciones olfativas de su fragancia en nuestra experiencia interior, el recuerdo de otras flores que hemos visto en nuestra vida.

También podemos observar la mirada o la expresión facial de otra persona e intuir cómo debe ser su mundo interior. Recibimos esta información por medio de los cinco sentidos, pero esta experiencia del mundo exterior siempre viene acompañada de sensaciones subjetivas (lo mismo sucede con el sexto sentido con el que percibimos nuestro cuerpo).

Sin embargo, nadie sabe cómo surge la experiencia subjetiva de ver la rosa a partir del hecho físico de la activación neuronal. Nadie sabe por qué al ver una persona que llora sentimos que está triste. Y nadie sabe por qué una experiencia subjetiva como pensar en una rosa hace que se activen en el cerebro unos circuitos concretos. Basándose en esto, hay quien dice que intentar relacionar el mundo físico con el mundo subjetivo es un empeño inútil. E incluso hay quien afirma que es perjudicial, que tratar de relacionar el mundo de la ciencia con el de la subjetividad resta importancia a nuestra vida interior. Pero si se hace con humildad y espíritu abierto, relacionar el mundo objetivo físico con el mundo subjetivo interior puede ser muy positivo. Podemos percibir nuestro mar interior, que es distinto del mundo espacial y físico del cuerpo y de otros objetos.

Cuando somos conscientes de la rosa que percibimos en el mundo sensorial, y de las imágenes y emociones que la palabra rosa suscita en nuestra experiencia en el tiempo, podemos decir que estamos sintiendo ciertas pautas de activación cerebral. Pero ¿quiere decir esto que la sensación de la rosa no es más que la consecuencia de los impulsos eléctricos y las conexiones sinápticas que se activan en el cerebro? ¿O quiere decir que las dos están correlacionadas, que sabemos, por lo que nos dice la ciencia, que cuando tenemos la sensación subjetiva de ver la rosa se está activando la corteza occipital?

Para considerar esta cuestión desde una perspectiva diferente será útil aclarar previamente algunos conceptos básicos.

La vertiente experiencial y subjetiva de la realidad no es objetiva en el sentido de que no la podemos pesar ni sujetarla con la mano; tampoco podemos captar su naturaleza con una cámara, ni siquiera con un escáner cerebral. Este mundo interior, esta esencia subjetiva de nuestra vida mental, no es lo mismo que la actividad cerebral.

Podemos establecer que, cuando sentimos miedo, el escáner cerebral revela que se ha activado una región del cerebro llamada amígdala. Pero, en el fondo, solo podemos decir que la activación física y la experiencia subjetiva tienen lugar al mismo tiempo: la activación de la amígdala no es lo mismo que la sensación de miedo.

Debemos contemplar la dirección de las influencias causales con una mente abierta: podríamos decir que la activación de la amígdala «causa» la sensación de miedo, pero resulta que imaginar que sentimos miedo puede hacer que la amígdala se active.

¿Cómo conciliar esta influencia bidireccional entre la mente (la subjetividad y la cara mental e interna de la realidad) y el cerebro (el aspecto físico y objetivo de esa misma realidad)?

La experiencia subjetiva no existe en un lugar físico, pero sí que tiene lugar en el tiempo. Pensemos en qué lugar del espacio se sitúan la sensación de miedo o la sensación que suscita la fragancia de la rosa. ¿Qué sientes ahora mismo? ¿Qué imágenes aparecen en tu mente?

Aunque no puedas cuantificar las dimensiones espaciales de altura, anchura y profundidad de esa sensación o esa imagen, ya que no podemos medir con una regla una imagen que surge en la mente, sabes que tu experiencia es real en este momento. Pero ¿en qué punto del espacio se sitúa?

Si dices «En mi cerebro», estará equiparando la activación neural con la experiencia mental. La verdad de la cara experiencial y subjetiva de la realidad es que coexiste en el tiempo con la cara material y «objetiva» de la misma realidad (que sí existe en el espacio y presenta unas dimensiones físicas mensurables).

Lo que tienen en común estas dos caras de la misma realidad es el tiempo. Podemos sentir amor al mismo tiempo que se activan, en nuestro cerebro, unos circuitos neurales concretos. Y lo que tienen estos dos hechos en común es que «coocurren» en el tiempo: por eso decimos que están correlacionados. Sin embargo, si nos preguntamos cuál de los dos se ha dado primero, no encontraremos ninguna respuesta.

Si la respuesta a la cuestión del cerebro y la mente fuera unidireccional, si la mente no fuera más que la actividad del cerebro, no habría mucho más que decir. El cerebro se ocuparía de todo y seríamos sus esclavos.

Sin embargo, la ciencia actual nos dice que la mente es capaz de activar circuitos cerebrales y modificar las conexiones estructurales del cerebro.

En otras palabras, podemos utilizar el aspecto interior subjetivo de la realidad para cambiar la estructura física objetiva del cerebro.

Esta cuestión no es una simple discusión académica sobre temas intelectuales.

Si podemos despertar la mente para impulsar el crecimiento del cerebro en una determinada dirección, podemos construir los circuitos neurales de la entereza y la compasión. 
Podemos usar la mente para transformar nuestro cerebro y nuestra vida. 
No está mal para una mente que la vida moderna suele dejar de lado y que la educación de hoy acostumbra a ignorar.

Dr. Daniel Sigel




lunes, 20 de octubre de 2025

Aprendiendo el lenguaje de las emociones

                              

Todas las emociones son, en esencia, impulsos que nos llevan a actuar, programas de reacción automática con los que nos ha dotado la evolución. La misma raíz etimológica de la palabra emoción proviene del verbo latino movere (que significa «moverse») más el prefijo «e-», significando algo así como «movimiento hacia» y sugiriendo, de ese modo, que en toda emoción hay implícita una tendencia a la acción.

Genéticamente venimos equipados con ellas, es la reacción psicológica más elemental que busca la supervivencia por encima de todo.

En este sentido compartimos las mismas emociones con los demás mamíferos de este planeta.

Basta con observar a los niños o a los animales para darnos cuenta de que las emociones conducen a la acción; es sólo en el mundo «civilizado» de los adultos en donde nos encontramos con esa extraña anomalía del reino animal en la que las emociones —los impulsos básicos que nos incitan a actuar— parecen hallarse divorciadas de las reacciones.

Las emociones son procesos químicos y energéticos que ocupan un lugar en el cuerpo, aunque muchos no se den cuenta, que nos dan información sobre nuestros deseos, nuestras necesidades, y su grado de satisfacción, nos dan información acerca de nuestras preferencias, inclinaciones y nos ayudan a conocer nuestra historia personal y familiar.

Nuestras emociones son formas de experiencia inmediata. Cuando las experimentamos estamos en contacto directo con nuestra realidad física, las emociones se expresan en el cuerpo incluso antes de que seamos conscientes de ellas. La emoción al ser una reacción espontánea del organismo, es amoral.


§ Las emociones nos dan información sobre lo que nos pasa. No son el problema, conviene aprovechar la información que nos dan.

§ Aceptar en vez de reprimir.

Una vez que llega una emoción, no sirve luchar contra ella o pretender que no está allí. Entender el para qué están allí, es fundamental.
La represión de una emoción lleva muchas veces a que dicha emoción crezca y se transforme en algo más disfuncional.
Por ejemplo, un miedo que se reprime puede transformarse en fobia.

§ Cuando éramos niños, mostrábamos lo que sentíamos, llorábamos cuando teníamos hambre, o cuando algo nos molestaba, gritábamos y mostrábamos nuestro miedo, cuando nos sentíamos contentos nos reíamos, etc., pero luego, la educación, nos imponía reprimir las emociones para adaptarnos al modelo social, y poco a poco fuimos negando y reprimiendo emociones por no estar a la altura de…

Y cuando la energía queda reprimida, el organismo mantiene un estado de estrés que impide su funcionamiento óptimo (enfermedades físicas, hipertensión, migrañas, úlceras, enfermedades mentales como depresión, ansiedad, fobias, comportamientos irracionales, etc.)

§ No hay emociones buenas o malas, podríamos más bien decir que las emociones son funcionales o disfuncionales.

Las emociones van a ser más o menos funcionales en cuanto a cómo nosotros decidimos responder ante la aparición de la misma.

Las emociones disfuncionales son las que bloquean la posibilidad de experiencia y aprendizaje.

Las emociones funcionales son aquellas que nos muestran información valiosa acerca de nosotros y ponen en marcha el círculo de aprendizaje continuo.

Todas las emociones tienen su lado funcional, inclusive aquellas como el miedo, enojo, tristeza, envidia y culpa, porque buscan satisfacer una necesidad.

El miedo es funcional cuando nos damos cuenta de que hay un desequilibrio entre la amenaza que enfrentamos y los recursos con los que contamos. Y comprender esto nos guía hacia la búsqueda de recursos (tanto internos como externos) que necesitamos para salir del estado de miedo. Nos invita a protegernos, a cuidarnos.

El enojo es funcional cuando nos damos cuenta que toda esa cuota mayor de energía puede darnos fuerza para resolver el problema que nos enoja. Nos ayuda a defendernos, a poner límites.

La tristeza es funcional cuando se acepta y se permite experimentar el dolor con como fuente de aprendizaje. Porque de esa manera, evitamos que el dolor se transforme en sufrimiento.

Si tratamos de escaparnos del dolor, es ahí cuando caemos en la melancolía y en la desdicha como estado de ánimo negativo (la tristeza pasa a ser disfuncional).

Cuando sentimos tristeza, nuestro organismo nos está diciendo: “retírate y vuelve a estar contigo mismo”

La envidia es funcional cuando logramos darnos cuenta que lo que la envidia busca es la eliminación de un contraste entre lo que se tiene y lo que no se tiene.

La culpa es funcional cuando nos ayuda a realizar las correcciones necesarias para restablecer el equilibrio interno ante una transgresión moral.


Las emociones más tóxicas, son el miedo y la rabia, ya que generan reacciones en cadena, mecanismos bioquímicos muy fuertes que afectan el cerebro, los riñones, los pulmones, el corazón, etc., segregando sustancias químicas dañinas para la salud, si no se descargan.

Recordemos que somos adictos a los estados emocionales y gastamos grandes cantidades de energía para sostener esos estados.

§ La interpretación que le damos a las emociones, a los hechos hará que entremos en estados de ánimo teñidos por ellas.

Los principales estados de ánimo negativos derivan de emociones no tenidas en cuenta, reprimidas o mal encauzadas.

Si queremos modificar un estado de ánimo en nosotros, debemos de prestarle atención a la emoción que antecede, que está influida por la manera de pensar que tenemos y esta se apoya en creencias profundas, arraigadas muchas veces en el inconsciente.

§ Cuando pensamos, fabricamos sustancias químicas, si nuestros pensamientos son saludables, elevados, felices, fabricamos sustancias químicas que nos hacen sentir bien; por el contrario, si nuestros pensamientos son de inseguridad, miedo, frustración…etc., fabricamos sustancias que nos harán sentir mal.

Cada sustancia que se libera en el cerebro, es un mensaje que alimenta al cuerpo físico, el que se empieza a sentir tal y como pensamos, cuando sucede esto, hay una interacción, el cerebro registra cómo está el cuerpo y comienza a pensar como sentimos, lo que a su vez, fabrica más sustancias químicas que nos hacen sentir como pensamos, y pensar como sentimos, quedando atrapados en el ciclo de pensar y sentir, entre el cerebro y el cuerpo. (J. Dispenza)

Creamos así una manera de ser, los sentimientos se convierten en nuestro modo de pensar y quedamos atrapados en un ciclo donde el cuerpo literalmente, piensa por nosotros.

Si mis pensamientos crean estas sustancias químicas, que me hacen sentir y comportarme de esta manera, tendré que cambiar mi forma de pensar.

Podemos tomar un rol más protagónico cuando notamos que estamos con determinado estado de ánimo. Somos responsables (no culpables), no somos víctimas de las circunstancias, sino que podemos modificar nuestros estados de ánimo.

§ Una de las primeras cosas que hacemos en la vida es utilizar la tensión de los músculos, para interrumpir las sensaciones que no nos gustan, sin darnos cuenta, que de esta manera la sensación no desaparece, sino que lo que sucede es que su señal ya no llega al cerebro, el “canal” está ocupado por la señal de tensión muscular. 
 Entonces, tenemos que seguir manteniendo esta tensión para mantener la emoción apartada de la consciencia, así la tensión, se torna habitual y ya no nos damos cuenta de ella, se cronifica, y llega a formar parte de nosotros, determinando nuestra postura, manera de movernos, etc. 
La carga energética y química, continúa en el cuerpo, sin poder circular para informar y transformarse en otra cosa, poder fluir. De esta manera no sabemos lo que la emoción tenía para decirnos, y al no estar conscientes de ello, no podemos actuar en consecuencia.

El cuerpo debe esforzarse cada vez más y recurrir a registros más fuertes para llamarnos la atención y puede llegar hasta las enfermedades.

Además, las emociones retenidas en el cuerpo, hacen que atraigamos una y otra vez situaciones en las que estas emociones estén justificadas (adicción a los estados emocionales, por la química que se produce).

Tengamos en cuenta que nuestro sistema nervioso crea y mantiene estos patrones de tensión para “protegernos”, asegurarnos la supervivencia (tienen una intensión positiva, un beneficio secundario...)

El organismo sabe que con esta conducta puede sobrevivir a pesar que, en otro nivel entendamos que dicha conducta nos hace daño (ej. es el caso de las adicciones).

§ No se puede controlar conscientemente la aparición de las emociones, pero podemos aprender a gestionarlas saludablemente una vez que aparecen.



Quieres aprender más:




OBJETIVOS

  • Profundizar sobre la importancia de las emociones, sensaciones, sentimientos, sus funciones, características, diferencias.
  • Aprender a conocer lo que funciona en uno mismo: inteligencia emocional, inteligencia racional, Psiconeuroendocrinoimunología, Plasticidad Cerebral, Redes Hebbianas
  • Aprender sobre qué pasa con las emociones cuando las reprimimos, los traumas...
  • Aprender sobre cómo se procesan las emociones y la autorregulación emocional
  • Aprender sobre gestión de emociones desde el Focusing, Mindfulness, La Memoria Celular
  • Ejercicios prácticos para el trabajo con emociones
  • Y mucho más….

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El poder de las creencias



  ¿Alguna vez te has preguntado por qué en muchas áreas de la vida  vivimos por debajo de nuestras verdaderas posibilidades?, ¿o por qué repetimos una y otra vez las mismas historias?

Nuestras conductas están teñidas por las creencias que subyacen en nuestro subconsciente y, en realidad, son las que determinan muchas de las capacidades y conductas que solemos atribuirle al azar.

Es necesario identificar estas creencias, muchas de las cuales derivan en miedos ocultos, silenciosos, que boicotean nuestros esfuerzos, debilitan nuestra voluntad y hasta nos paralizan a la hora de actuar y tomar decisiones.


¿Conoces el método de Lair Riveiro para amaestrar pulgas? :

primero se encierra a la pulga en un frasco, la pulga intentará salir saltando repetidas veces; al cabo de muchos intentos, ya no intentará salir del frasco. Y no lo hará porque “cree” que no puede.

Si en tu vida padeces una limitación y te hace “tropezar varias veces con la misma piedra”, y te resignas creyendo que no puedes cambiar los resultados, podrías pensar que gran parte del problema es que estás influenciado por tu manera de ver los acontecimientos, y te has olvidado que tu capacidad de salto, es más extraordinaria de lo que te imaginas.


En la India, para amaestrar a un elefante, cuando es bebé se lo ata con una cuerda pequeña a una planta, durante varias semanas. Cuando el elefante crece, se le ata con una cuerda similar a la original, y este no podrá escapar, porque “cree que no puede”.


Las creencias son programas inconscientes, o sea que funcionan sin que nos demos cuenta.

· Forman una pantalla entre el mundo exterior, los sucesos y nosotros mismos. Son representaciones de la realidad que muchas veces, tendemos a confundir con la realidad misma… pero que al avanzar en el camino, hemos olvidado su origen…

· A diferencia de los pensamientos, que forman activamente palabras o imágenes, la creencia actúa de manera pasiva y silenciosa.

· Las creencias perpetúan el sufrimiento pasado, la persona queda marcada, modelada en su comportamiento, sus pensamientos o sus emociones, traumatizada a veces, por un acontecimiento muy antiguo, ello sobrevive y se repite ahora, aunque el acontecimiento, el drama, la dificultad, sucedió hace muchos años atrás….es repetir para no olvidar, esto es lo que algunos llaman aprendizaje.

· Nuestras limitaciones personales responden a creencias limitantes. Si alguien por ejemplo, se cree que no merece recibir amor, se sentirá carente por más que lo quieran, porque su creencia lo hará enfocar su atención en cualquier detalle que confirme que nadie lo quiere. Incluso si alguien lo amara de un modo evidente, esta persona no llegaría a confiar por completo en ese amor, es más como las creencias generan actitudes, es probable que esta persona actúe, aunque sea inconscientemente, de manera que provoque el rechazo de los demás, para así alimentar su creencia original, con el tiempo conseguirá eso en lo que está enfocado: el rechazo.

· Si la creencia es tóxica, genera pensamientos negativos, que irán acompañados por imágenes y emociones negativas.

· Así, una creencia negativa, nos hace entrar en un círculo de acción y reacción.

· Hay creencias que abren, que potencian, son generativas y hay otras creencias que son limitativas, que aunque sean frecuentemente trabas terribles y la fuente de numerosos conflictos, estamos tan atados a ellas, porque son para nosotros, un modo de controlar las cosas, de organizar el mundo exterior, de racionalizar. Incluso nos permiten a veces, resolver la angustia del vacío.

· Las creencias son vinculadas al sentido de la vida, de los acontecimientos. Si se tiene una creencia, por ejemplo de que tal persona está enferma porque cometió un pecado, o si es su karma, o que su sufrimiento sirve al grupo, etc.… esta creencia, alivia.


Así, las creencias representan una adaptación al entorno, que nos permite estar vinculado con él, pero que al mismo tiempo, nos aísla.

Ya no vemos el entorno, sino nuestras creencias.

· Nuestras creencias se manifiestan en diferentes actitudes, aptitudes y comportamientos ante la vida, en los diferentes síntomas y enfermedades; simplemente observando cómo es la vida y el desarrollo de la persona y cuáles son sus dificultades o éxitos habituales en la consecución de sus objetivos proyectados, podemos descifrar cuales son las creencias que tienen integradas y que por supuesto, funcionan de manera automática e inconsciente.

· Somos esclavos de nuestras creencias inconscientes constantemente, porque casi nunca reflexionamos conscientemente sobre ellas. Son para nosotros unas evidencias.

· Estamos tan atados a nuestras creencias, porque en nuestra infancia nos ayudaron, y hemos construido nuestra vida encima de ellas.


Volver a plantear nuestras creencias, significa replantearnos todo un período de nuestra existencia, el modo en el cual hemos vivido, incluso sobrevivido; de alguna manera, nos sentimos seguros con ellas, tienen un beneficio secundario.

Nuestras creencias, nos conducen a volver a sentir ciertas emociones y a adoptar conductas congruentes a ellas, porque solemos cometer una serie de errores que nos parecen lógicos en el razonamiento (según las terapias de comportamiento y cognitivas):

  • Sobregeneralización: sacar conclusiones generales y globales después de un acontecimiento. Ej. Saqué una mala nota en un exámen, “todo me sale mal”.
  •  Minimización y maximización: minimizar los puntos positivos y maximizar, exagerar los negativos. Ej. tuve éxito en mi examen, pero fue un golpe de suerte. Ej. se me quemó la comida, soy una mala madre, no van a quererme.
  •  La Inferencia arbitraria: Sacar conclusiones sin pruebas. Ej. estoy deprimida porque me falta voluntad. Ej. mi hija no me llamó el día de la madre, lo cual indica que le importo muy poco.
  •  La abstracción selectiva: juzgar una situación basándonos en un solo aspecto, descartando los demás. Ej. me saqué una mala calificación, soy un mal alumno.
  •  El razonamiento o todo o nada: no hay matices grises, todo es o blanco o negro. Ej. amar es dar todo, si no se da todo es que no se ama.
  •  La personalización: atribuirse la responsabilidad de situaciones que no nos conciernen en forma directa, sentirnos responsables de las desgracias del mundo.   Ej. si fuera buena madre, a mi hija no le iría mal en la escuela.

En el campo psicológico, todos estamos sostenidos, dirigidos por nuestras creencias.




Aprende más con el curso: El poder de las creencias



OBJETIVOS DEL CURSO

  • Tomar conciencia de tus propias creencias y transformar las creencias que te limitan en otras que te sumen, que te aporten a una vida más saludable.Darte cuenta de cómo funciona la mente, mecánica y condicionada.
  • Darte cuenta de cómo tu sistema de creencias, afecta directamente tu vida, tus relaciones, limitándote….
  • Aprender cómo tus creencias afectan el mundo emocional y este tu biología.
  • Hacerte de herramientas para investigar por ti mismo tu sistema de creencias y poder elegir cambiar las que ya no te son saludables.
  • Cambiar la manera de ver, de interpretar los acontecimientos, y encontrar nuevas formas, más creativas de expresarse en la vida.
  • Aumentar la plasticidad neuronal
  • Ampliar tu mente y positivizarla
  • y muchas cosas más!

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domingo, 12 de octubre de 2025

Diálogo interno saludable



El ser humano es propenso a la auto-conversación negativa. Cuando ese diálogo es persistente, nos aboca a serios estados de indefensión y a bordear de forma peligrosa el abismo de la depresión. Cambiemos el discurso.

Ethan Kross (científico de psicología emocional, Universidad de Michigan) observó que hablarse a uno mismo pronunciando su nombre hace que tengas más éxito (no el diálogo negativo) en tu vida, mayor seguridad personal y más felicidad. El cerebro funciona mejor, su capacidad de percepción es más hábil y se gestiona mejor el mundo emocional.

1- El diálogo interno mejora la capacidad intelectual, potencia nuestra atención y capacidad de reflexión, la concentración estará más localizada y controlaremos más las distracciones, mejora mucho nuestros procesos cognitivos: “Carlos está perdiendo el tiempo inútilmente, cálmate y reflexiona sobre lo que está pasando”.

2- Hablar con uno mismo mejora la autoestima. Quedar con uno mismo. Espacios con uno mismo para reflexionar, hablarse bien como con el mejor amigo.

3- Hablar con uno mismo nos permite “centrarnos en el momento presente con las emociones presentes” para tomar conciencia de ellas y poder gestionarlas. Es una fuente poderosa de meditación, sincera y confiable y que no falla. En momentos difíciles decirnos “adelante”, no te rindas, vamos para allá.

Al hablarnos en voz alta activamos un “interruptor” en la corteza cerebral, donde se asienta la conciencia del “yo”, así desarrollamos un mejor control psicológico para pensar con mayor claridad y de forma más eficiente.

Al dar paso a una voz interior más calmada y segura, ganamos perspectiva y relativizamos los pensamientos negativos y rumiantes, para ello hay que entrenarse en “controlar” la conversación interna negativa.


Los pensamientos son una conversación honesta que el alma tiene consigo misma. Sócrates.


Cuidémosla y hablemos con ella de forma positiva.

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viernes, 3 de octubre de 2025

La tristeza- Gabor Maté

                              

Vivimos en una sociedad que idolatra la felicidad, la productividad, el éxito y desprecia todo lo que no encaja en ese molde. La tristeza se ha convertido en un tabú moderno, no porque sea peligrosa, sino porque nos confronta con verdades que preferimos ignorar.

Desde pequeños aprendemos que llorar es sinónimo de debilidad, que mostrar dolor es perder el control, que sentirse mal es un error a corregir, no una experiencia a comprender. Así crecemos disfrazando emociones, acumulando silencios, tragándonos las lágrimas para no incomodar a nadie.

La tristeza es un mensaje y cuando no la escuchamos, el cuerpo lo hará por nosotros. Cada vez que reprimimos una emoción legítima, algo dentro de nosotros se fragmenta. No lo notamos al principio. Aprendemos a funcionar, a cumplir, a seguir adelante. Pero con el tiempo esa tristeza encapsulada empieza a filtrar su veneno de formas inesperadas. Ansiedad, insomnio, agotamiento crónico, enfermedades físicas, crisis existenciales.

La tristeza no desaparece, simplemente cambia de forma. Se disfraza de apatía, de irritación constante, de vacío que nada puede llenar. Y cuando finalmente nos detenemos a mirar hacia adentro, descubrimos que esa emoción que intentamos sepultar sigue viva, esperando ser escuchada.

Gabor Maté, médico especializado en trauma, ha pasado décadas estudiando cómo el cuerpo expresa lo que la mente calla. Él afirma que el estrés emocional crónico, derivado de una desconexión profunda con nuestras emociones reales, es una de las raíces principales de muchas enfermedades físicas y mentales. No es solo una teoría, es una advertencia.

El precio de ignorar nuestra tristeza es altísimo y lo más peligroso es que lo pagamos lentamente, día tras día, sin siquiera darnos cuenta. Pero, ¿por qué nos cuesta tanto escuchar nuestra tristeza?

Porque nos enseñaron que sentir es sinónimo de fracasar. Porque hemos construido una cultura que glorifica la dureza emocional, la autosuficiencia tóxica, el yo puedo solo. Nos enseñaron a desconectarnos de nosotros mismos para encajar en un mundo que premia la apariencia sobre la autenticidad.

Y así, cada vez que una emoción auténtica asoma la cabeza, corremos a silenciarla con distracciones. Redes sociales, trabajo excesivo, comida, sustancias. Relaciones vacías. Todo sirve si nos ayuda a no sentir. Pero no sentir también es una decisión y es una que nos cuesta la vida. Porque la tristeza no es el enemigo, es una guía, una brújula interna que señala que algo dentro de nosotros necesita atención, cuidado, ternura. La tristeza es el lenguaje del alma cuando ya no puede gritar de otra forma.

No escucharla es como ignorar el dolor físico de una herida abierta. Puedes pretender que no existe, pero eso no detiene la infección. Gabor Maté insiste en que muchas veces confundimos salud con adaptación.

Solo porque puedas levantarte cada día, ir a trabajar y sonreír en público, no significa que estés bien. A veces nuestra capacidad de seguir adelante es precisamente lo que nos impide sanar, porque seguimos funcionando mientras nos desmoronamos por dentro. Y nadie lo nota, ni siquiera nosotros.

La tristeza cuando es escuchada puede convertirse en sanación, pero cuando es ignorada se convierte en sufrimiento crónico. Por eso Maté no invita a eliminar la tristeza, sino a dialogar con ella, a tratarla como a una amiga antigua que viene a mostrarnos lo que hemos olvidado.

No se trata de hundirse en ella, sino de recibir su mensaje, porque cada emoción tiene una función. Y la de la tristeza es avisarnos que hay algo que debe ser honrado, comprendido, llorado.


¿Te has detenido a preguntarte por qué ciertas heridas aún duelen después de años? ¿Por qué ciertos recuerdos te paralizan aunque intentes olvidarlos? ¿Por qué hay momentos en los que todo parece estar bien, pero sientes que algo falta?

Esa es tu tristeza hablándote y no quiere castigarte, quiere liberarte. La mayoría de las tristezas más profundas no se originan en el presente. Se gestan en la infancia, en esos años formativos donde cada mirada, cada gesto, cada ausencia tiene el poder de construir o destruir nuestra percepción del mundo y de nosotros mismos.

No hablamos de tragedias evidentes ni de abusos extremos. Hablamos del abandono silencioso, de la desconexión emocional, de la falta de validación. Hablamos de ese momento en que necesitabas ser escuchado y no lo fuiste. De esa vez en que lloraste y te dijeron que exagerabas, de cuando necesitabas consuelo y recibiste indiferencia.

Gabor Maté ha documentado como incluso las infancias aparentemente normales pueden estar marcadas por heridas invisibles, porque no se trata solo de lo que pasó, sino también de lo que nunca ocurrió. El cariño no recibido, el apoyo emocional ausente, el permiso para ser auténtico.

Todo eso deja marcas. El niño que no se sintió visto aprende a esconderse. El que no fue aceptado aprende a transformarse en lo que los demás quieren. Y así comienza la desconexión con uno mismo, el origen de una tristeza que acompañará toda la vida si no se confronta.

El cuerpo, guarda la memoria de todo lo que la mente quiere olvidar. Y esa memoria somática se activa cada vez que vivimos una experiencia que roza esa herida original.

No lo entendemos conscientemente, pero sentimos el golpe, una palabra, un tono de voz, una mirada y de pronto todo se nubla. La tristeza vuelve no como un recuerdo, sino como una sensación corporal, opresión en el pecho, ganas de llorar sin motivo, un vacío en el estómago, una sensación de no pertenecer. Y creemos que estamos locos, que somos débiles, que no tenemos razón para sentirnos así, pero sí la hay. Está en nuestro pasado, en lo que no fue nombrado, en lo que no fue sanado. Este tipo de tristeza profunda, persistente, sutil, no se cura con frases motivacionales, ni con pensamiento positivo. Tampoco desaparece ignorándola. necesita ser abrazada con compasión, no como una enemiga, sino como una parte legítima de nosotros.

Gabor Maté propone una mirada radicalmente distinta. En lugar de preguntarnos, ¿qué tienes de malo? Deberíamos preguntarnos, ¿qué te pasó? Esa simple inversión cambia toda la narrativa, nos saca del juicio y nos lleva a la comprensión.

La mayoría de nosotros arrastra una tristeza heredada, porque nuestros padres también cargaban sus propias heridas no resueltas y sin querer, sin saberlo, las transmitieron.

A veces lo que más duele no es lo que vivimos, sino lo que faltó. Una infancia sin ternura puede parecer estable desde fuera, pero deja un desierto emocional por dentro y ese vacío crece, se expande, se filtra en nuestras relaciones, en nuestras decisiones, en nuestra forma de ver el mundo.

Hay una conexión directa entre esa tristeza temprana y los mecanismos que desarrollamos para sobrevivir emocionalmente. Algunos se vuelven complacientes, siempre buscando agradar, evitando el conflicto, temiendo el rechazo. Otros se endurecen, se vuelven fríos, distantes, para no volver a sentir el dolor del abandono. Otros se pierden en la hiperactividad, en la autoexigencia, creyendo que si hacen lo suficiente serán amados. Pero todas esas estrategias tienen un precio. Nos desconectan de quienes realmente somos.


Gabor Maté nos invita a mirar esas máscaras con honestidad, no para culparnos, sino para entendernos, porque detrás de cada tristeza hay una historia que merece ser contada. Y cuando esa historia es reconocida, cuando le damos espacio, algo dentro de nosotros comienza a sanar. No de forma mágica ni instantánea, pero sí profundamente.

La tristeza no es un error, es una señal, una brújula emocional que nos guía hacia lo que necesita atención. Cuando aprendemos a escucharla, deja de ser un monstruo del que huir y se convierte en una maestra. Una que aunque a veces habla en susurros, siempre dice la verdad.

La tristeza cuando no es reconocida, no desaparece. Cambia de forma. Se transforma en hábitos, en reacciones, en formas de estar en el mundo que parecen normales, pero que en realidad son gritos disimulados del alma.

Cuántas veces has sentido que no puedes parar, que necesitas estar haciendo algo todo el tiempo, que no puedes sentarte contigo mismo en silencio porque el silencio pesa es tristeza encapsulada.

Esa urgencia constante de producir, de moverse, de no detenerse, es muchas veces una forma de huida.

Gabor habla de esto como autoalineación. Vivir desconectado de uno mismo, funcionando en modo automático, cumpliendo expectativas externas mientras nuestro mundo interno se derrumba. Es una trampa invisible porque el entorno aplaude esa desconexión.

Se celebra al trabajador incansable, al que nunca se queja, al que lo puede todo. Pero detrás de esa fachada hay un ser humano agotado, triste, que hace tiempo dejó de escucharse. Y cuando la tristeza no encuentra salida a través de la palabra, busca caminos alternativos, se manifiesta en el cuerpo enfermedades autoinmunes, migrañas, insomnio, tensión muscular crónica, problemas gastrointestinales.

Muchas veces, son expresiones somáticas de un dolor emocional no atendido.

El cuerpo grita lo que la mente calla.

El sufrimiento emocional no expresado, se somatiza. No es una metáfora, es ciencia. Es neurología. Es biología pura, pero también se manifiesta en nuestras relaciones. La tristeza reprimida se proyecta en los otros, a veces como irritabilidad, otras como distancia emocional, como dependencia afectiva o como necesidad constante de validación.

No sabemos ¿por qué nos aferramos a personas que nos hacen daño, por qué tememos tanto estar solos, por qué nos cuesta poner límites…? Y muchas veces la respuesta está en una tristeza no procesada, en esa necesidad infantil de ser vistos, amados, aceptados.

Una necesidad legítima que no fue satisfecha en su momento y que hoy intentamos llenar con lo que sea. El sufrimiento también adopta la forma de autodesprecio.

Esa voz interna que te dice que no vales, que no eres suficiente, que siempre fallas. Esa autocrítica despiadada no nace de la nada. Es la interiorización de mensajes que recibimos en la infancia. Palabras que nos marcaron, miradas que nos juzgaron, comparaciones que nos hicieron sentir inferiores. Y esa tristeza se convierte en un juez interno cruel que repite una y otra vez la misma condena. No eres digno de amor.

Gabor Maté insiste en que muchas personas que sufren depresión, adicciones o trastornos de ansiedad, en realidad están cargando con una historia no contada, una historia de tristeza ignorada, de emociones enterradas, de dolor negado. No son personas rotas, son personas heridas. Y hay una gran diferencia.

Una herida puede sanar si se reconoce, pero una herida negada se infecta, se extiende, se vuelve parte de la identidad. Por eso, escuchar nuestra tristeza no es un acto de debilidad, es un acto de valentía. Es atreverse a mirar lo que duele, a nombrar lo innombrable, a sentarse con uno mismo sin juicio, con ternura, con paciencia, a preguntarse, ¿qué necesito? ¿Qué me dolió? ¿Qué parte de mí ha sido ignorada durante tanto tiempo? Son preguntas simples, pero poderosas y la respuesta muchas veces viene acompañada de lágrimas, lágrimas necesarias, porque cada lágrima es un paso hacia la verdad.

Y sí, a veces esa verdad duele porque implica reconocer que fuimos heridos, que fuimos abandonados emocionalmente, que no recibimos lo que necesitábamos. Pero también nos libera porque al nombrar la herida dejamos de ser prisioneros del pasado. Recuperamos el poder de cuidarnos, de sanarnos, de reconstruirnos.

La tristeza escuchada se transforma. Deja de ser una sombra que persigue y se convierte en una guía, una que nos conduce paso a paso hacia una versión más auténtica de nosotros mismos.



Aceptar la tristeza no significa resignarse a vivir en ella, sino abrir un espacio interno para que nos muestre su mensaje.

En una cultura que nos enseña a huir del malestar, detenerse a sentir se convierte en un acto revolucionario. Es nadar contra la corriente de la negación emocional colectiva. Es apagar el ruido para escuchar lo que el alma ha estado susurrando por años. Y aunque al principio duela, ese dolor puede convertirse en una puerta hacia la sanación.

Muchas veces lo que más tememos no es la tristeza en sí, sino lo que representa la pérdida de conexión. Conexión con los otros, con nosotros mismos, con la vida. Sentirse triste es sentirse separado, aislado, desconectado. Pero al acoger esa tristeza, al permitirnos experimentarla sin juzgarla ni apresurarnos a cambiarla, empezamos a recuperar la conexión más importante de todas: la conexión con nuestra verdad interna. La tristeza auténtica es una emoción sabia. No es una debilidad ni una enfermedad. Es una respuesta sana ante algo que ha sido herido, negado o perdido. Y como tal merece ser honrada.

Cuando alguien se permite llorar por lo que no recibió, por lo que perdió, por lo que nunca pudo decir, está limpiando las capas de negación que han oscurecido su esencia. Está volviendo a habitar su cuerpo desde otro lugar, el de la honestidad emocional.

Maté sostiene que la represión emocional no solo daña al individuo, sino que crea sistemas enteros basados en el trauma, familias, comunidades, sociedades enteras que funcionan desde el dolor no procesado. Padres que educan desde la dureza porque nunca fueron consolados. Maestros que humillan porque aún cargan su propia vergüenza. Líderes que abusan del poder porque viven desconectados de su humanidad. Todo parte del mismo punto. Una tristeza ancestral que no ha sido escuchada.

Por eso, el acto de escuchar la propia tristeza es también un acto político. Es romper el ciclo. Es decidir que la historia no se repetirá. Es permitir que la empatía entre donde antes solo había reacción automática. Y es comenzar a construir relaciones más sanas, más reales, más humanas.

Claro, no es un camino fácil. A veces al abrir la puerta a la tristeza se desbordan otras emociones: rabia, miedo, culpa, vergüenza. Todas han estado esperando ser vistas y está bien, todas tienen algo que decir.

El cuerpo sabe cómo sanar si le damos el espacio y la escucha adecuada. No se trata de forzarlo, sino de acompañarlo.

El proceso de reconectar con la tristeza puede traer memorias olvidadas, sensaciones físicas intensas, sueños vívidos, incluso crisis existenciales. Pero todo eso forma parte del proceso de volver a ser uno mismo.

Y poco a poco, en medio del caos emocional aparece algo nuevo, la calma. Una calma distinta a la falsa tranquilidad de la represión. Una calma auténtica nacida de haber atravesado la oscuridad. Porque después de todo la tristeza, no vino a destruirte, vino a rescatarte.


La paradoja que Gabor Maté repite con frecuencia: solo cuando somos capaces de estar con nuestra tristeza encontramos verdadera libertad. Esa libertad no es euforia ni ausencia de problemas, es Presencia, es la capacidad de estar con lo que hay sin huir. Y esa es una habilidad que se cultiva. No nace sola. Después de años, incluso décadas de evitar el dolor, sentarse frente a él requiere práctica, pero también es el camino más directo hacia la integración.

La tristeza, cuando es abrazada con conciencia deja de ser un peso y se convierte en una fuente de comprensión.

Empezamos a ver los patrones que nos dominaban, las decisiones que tomamos desde el vacío, las relaciones que sosteníamos por miedo y no por amor.

Vemos con más claridad quiénes somos cuando dejamos de huir de lo que sentimos. Muchos encuentran en este proceso el verdadero sentido de espiritualidad. No una espiritualidad desconectada, escapista, sino una profundamente encarnada, la que surge cuando podemos decir: "Esto es lo que siento, esto es lo que soy ahora y está bien."

Esa aceptación radical no significa rendirse, sino reconciliarse con la vida, incluso con sus sombras. Y ahí ocurre algo inesperado. La tristeza nos conecta, nos vuelve más humanos, más compasivos, más empáticos.

Cuando comprendemos nuestras propias heridas, dejamos de juzgar las de los demás, dejamos de exigir perfección y empezamos a ver la belleza en la vulnerabilidad. El mundo deja de ser un campo de batalla y se convierte en un espacio de encuentro.

Gabor Maté habla de la autenticidad como medicina. Ser uno mismo, sin máscaras, sin filtros, sin necesidad de encajar a toda costa. Pero para llegar ahí, debemos atravesar el duelo por quienes creímos que debíamos ser. Debemos dejar ir las versiones falsas de nosotros mismos, construidas para sobrevivir. Y eso inevitablemente viene acompañado de tristeza. Una tristeza sagrada, una tristeza que marca el final de una etapa y el inicio de otra.

No todos estarán preparados para verte cambiar. Algunos querrán que sigas siendo el mismo, que no incomodes, que no te salgas del molde. Pero tu tristeza es más valiente que eso. Tu tristeza quiere liberarte, no acomodarte. Y escuchándola empiezas a construir una vida más alineada con tu verdad.

Cada vez que eliges sentir en lugar de reprimir, cada vez que eliges llorar en vez de endurecerte, estás haciendo un acto de amor hacia ti mismo. Estás diciendo, "Mi dolor importa. Mi historia merece ser contada. Mi tristeza tiene un lugar y eso transforma todo." En algún punto del camino todos hemos sentido que algo no encaja, que a pesar de todo lo que hemos logrado seguimos sintiendo ese nudo en el pecho, esa angustia sin nombre, ese cansancio que no se va ni con descanso. Es ahí donde la tristeza vuelve a tocar la puerta, no como enemiga, sino como guía, porque detrás de cada emoción que evitamos, hay una parte de nosotros clamando por ser reconocida.


La salud emocional no consiste en estar siempre bien, sino en estar conectados con lo que realmente sentimos, la felicidad auténtica no nace de evitar el dolor, sino de integrarlo, la tristeza no es el final, sino el inicio de un camino de autocomprensión. Escucharla, sentirla, atravesarla, es volver a casa. A esa parte de nosotros que dejamos atrás cuando aprendimos que sentir era peligroso.

Es posible que al enfrentar nuestra tristeza descubramos heridas que creíamos olvidadas, que recordemos momentos que habíamos sepultado, que surjan emociones intensas, incomodidades, incluso miedo. Pero ese proceso es parte de la alquimia emocional.

El dolor que evitamos nos esclaviza, el dolor que atravesamos nos libera. Y al otro lado de esa oscuridad empieza a surgir la luz, una luz suave, silenciosa, que no grita ni exige. Es la paz de quien se ha reconciliado consigo mismo, la fuerza de quien ha sobrevivido a sus sombras y ya no necesita esconderse. La serenidad de quien ha llorado lo que tenía que llorar y ahora puede mirar el mundo con otros ojos. Esa transformación no es instantánea ni lineal. Es un proceso, un regreso, un despertar. Y aunque el camino pueda parecer largo, vale cada paso, porque al final lo que está en juego no es solo nuestro bienestar emocional, es nuestra capacidad de vivir plenamente, de amar sin miedo, de ser sin culpa, de existir con sentido.

La tristeza no es algo que tengamos que solucionar, es algo que debemos escuchar porque trae consigo la llave de lo que hemos olvidado, nuestra humanidad. Esa humanidad que late detrás de cada lágrima, de cada temblor, de cada suspiro ahogado. Es la parte nuestra que aún anhela ser vista, abrazada, amada. Y cuando finalmente la escuchamos, ocurre algo milagroso. Empezamos a recordar quiénes somos de verdad, no lo que nos dijeron que debíamos ser, sino lo que siempre hemos sido. Con nuestras cicatrices, sí, pero también con nuestra belleza intacta, nuestra sensibilidad, nuestra fuerza, nuestra capacidad de sentir profundamente, de conectar, de sanar.

No huyas de tu tristeza. Escúchala. Ella no quiere destruirte, quiere devolverte a ti mismo. Y cuando lo haces, no solo tú cambias. Cambia tu forma de estar en el mundo, tus relaciones, tus decisiones, tu forma de amar. Porque al sanar tus heridas dejas de actuar desde el dolor y empiezas a actuar desde el amor.

Tal vez tu tristeza no es el enemigo. Tal vez sea tu maestra. Tal vez sea la única que ha estado contigo cuando todos se fueron. Tal vez ha estado esperando durante años que le abras la puerta. No para hacerte daño, sino para mostrarte el camino de regreso a ti.

Puedes seguir ignorándola o puedes por fin sentarte a escuchar, porque no hay acto más valiente que mirar hacia adentro. No hay revolución más poderosa que honrar tu verdad. Y no hay libertad más grande que vivir en coherencia con lo que sientes. La tristeza es un mensaje y tú mereces escucharlo.