Es uno de los desafíos que nos encontramos cuando queremos cultivar el equilibrio emocional.
Cuando tenemos miedo, nuestra perspectiva, nuestra imaginación y nuestros recursos personales se contraen y comenzamos a habitar en el mundo desde un sentido disminuido del yo, cuando tenemos miedo, nos hacemos más pequeños de lo que somos. Todos podemos resonar con una experiencia de tener que enfrentarnos a algo que nos atemorice, una intervención médica, una reunión con alguna persona difícil dentro de una semana, por ejemplo, y la simple anticipación de lo que va a suceder puede proyectar una sombra oscura de preocupación sobre toda la semana, opacando la alegría de las experiencias positivas que pasan desapercibidas bajo el peso del miedo anticipatorio.
Por otro lado, el miedo puede ser un aliado en nuestro camino de desarrollo personal y el equilibrio emocional, porque la experiencia del miedo hace más evidente nuestra tendencia a resistir y controlar la experiencia, en vez de aceptarla como es.
El miedo y sus intensos correlatos físicos y mentales son como signos de exclamación internos que nos advierten de que existe un potencial para el crecimiento y la integración, justo en medio de nuestros temores. Esto sugiere algo que puede parecer contraintuitivo: para trabajar con nuestros miedos, necesitamos acercarnos a ellos, en vez de huir (que es la tendencia del cuerpo y la mente).
Cuando nos entrenamos para enfrentarnos a nuestros monstruos, poco a poco adquirimos la capacidad de sostener y explorar nuestros miedos desde la espaciosidad de la conciencia plena. A medida que comenzamos a relacionarnos de esta manera con nuestros temores y aprendemos a identificarlos por lo que son, accedemos a nuevos niveles de libertad, y esta no nace del hecho de habernos liberado del miedo, sino de la certeza de que existe un espacio mucho más amplio en que el miedo puede surgir y desvanecerse, como cualquier otra experiencia.
El miedo es una emoción, una experiencia humana normal. Puede ser provocado por desencadenantes universales o personales, ambos relacionados con la amenaza de sufrir algún daño, sea físico o psicológico.
Los desencadenantes universales incluyen cosas como un objeto que se precipita por el espacio y que parece que nos puede golpear si no lo equivocamos, una pérdida repentina de apoyo físico que nos provoca la sensación de que nos vamos a caer o una amenaza de dolor físico (Ekman).
Como humanos podemos aprender a asustarnos de casi todo, de modo que los desencadenantes personales son muy variados. Por ejemplo, después de ver una película de miedo con ruido a puerta que se abre, es posible que el escuchar un ruido similar lo asociemos con la película y se dispare el temor que se vivió en la película.
El miedo nos sirve para evaluar el peligro, y reaccionar de forma apropiada, está en nuestra naturaleza para asegurar la supervivencia. El cerebro y el resto del cuerpo evolucionaron con un complejo mecanismo destinado a experimentar el miedo y reaccionar ante él. Gracias a esto, hemos podido lidiar con depredadores, climas adversos y otras presiones ambientales a lo largo de nuestra historia evolutiva, o sea que el miedo es la forma en que evolucionaron el cuerpo y la mente para reconocer peligros y prepararse para afrontarlos con eficacia.
Sin embargo, aunque nuestra capacidad de experimentar miedo es adaptativa, parece haber un gran desajuste entre los desafíos que amenazaban la vida de nuestros ancestros y los tipos de desencadenantes que normalmente hemos de afrontar hoy en día.
Aunque lo que nos sucede a diario es improbable en general que amenace nuestra supervivencia, el cuerpo sigue reaccionando frente a los factores estresantes con una reacción en cadena que nos prepara para luchar, huir o quedarnos paralizados.
Pero además, no solo sentimos miedo como respuesta a situaciones externas, sino que las experiencias internas como los pensamientos, las emociones, también pueden provocar miedo; un pensamiento sobre algo o alguien puede ser a menudo más aterrador que ese algo o alguien.
El cerebro humano está equipado con un sofisticado mecanismo para hacer viajes en el tiempo y vivir una realidad virtual: el neo córtex.
Por un lado, esto nos permite planificar el futuro, ensayar diferentes escenarios posibles, pero también podemos emplear muchísimo tiempo y energía en repasar el pasado y ensayar el futuro, en lugar de ocuparnos en lo que realmente está presente.
La emoción del miedo, suele ir acompañada de distorsiones cognitivas como el “pensamiento en blanco y negro”, este tipo de distorsiones tiene su utilidad ante amenazas como las de nuestros antepasados, un tigre, etc. Hoy en día este tipo de pensamiento “blanco o negro”, puede bloquear nuestra capacidad de responder con efectividad ante las amenazas interpersonales, que son las que con mayor frecuencia nos estresan. Es difícil negociar cualquier cosa, sin tener en cuenta el punto de vista del otro, mientras que intentar empatizar con el tigre, acabaría con nosotros.
El miedo y el cuerpo
Tanto si el factor estresante es interno como externo, si supone un peligro real o imaginario, el cuerpo responde con una serie de reacciones sucesivas. Estas reacciones, están integradas en nuestro cerebro y el resto del cuerpo, y fueron diseñadas para ponernos a salvo en caso de peligro o amenaza, por ello se la denomina respuesta de “lucha o huida”, existiendo otra reacción básica de protección que consiste en la “parálisis” ante el peligro percibido, como hacen muchos animales cuando perciben un sobresalto.
Nuestra respuesta depende de lo que nos hayan enseñado nuestras experiencias anteriores sobre cómo protegerse en situaciones similares.
Si uno no puede paralizarse, esconderse, ni huir, es habitual sentir ira hacia todo lo que parezca peligroso. En estas situaciones la práctica de la Atención Plena es muy útil para dirigir la conciencia hacia la ira en cuanto aparece. También es posible sentir miedo de la propia ira o enfurecerse con uno mismo por tener miedo, y resulta de gran ayuda traer la Atención Plena en estos casos.
Sea que luchemos, huyamos o nos quedemos quietos, se pone en movimiento y de manera automática y a menudo inconsciente, una cadena de reacciones internas y externas, que preparan al cuerpo para la acción frente a la amenaza percibida, lo cual puede salvarnos la vida en situaciones realmente peligrosas, ayudando al cuerpo y a la mente a disponerse psicológicamente para afrontar el peligro.
La amígdala, es un centro de alarma diminuto pero potente situado en el cerebro medio, cuya función es la de detectar los mensajes de peligro del entorno, enviando señales químicas y eléctricas para generar un estado de hiperalerta que activan el hipotálamo, la glándula pituitaria y las glándulas suprarrenales. En este estado, podemos experimentar el ritmo cardiaco más rápido, tensión muscular, emociones más intensas, mayor presión arterial, sudoración y un estado de alerta.
Esta es una reacción apropiada y saludable, cuando es ocasional, para afrontar los desafíos puntuales en la vida. Pero esta reacción automática, también se activa por motivos que no suponen ningún peligro para la supervivencia física, por ej., ante un examen, hablar en público, etc.
El miedo también se puede desencadenar por una situación de amenaza a nuestro estatus social, nuestras ideas o nuestra sensación de control.
Cuando este estado de hiperalerta, caracterizado por la tensión psicológica y fisiológica, ansiedad, insomnio y fatiga, se repite una y otra vez, es probable que estemos cultivando un estado de ánimo ansioso, el cual es más permanente que la reacción de miedo y puede durar horas o días.
Si permanecemos en ese estado ansioso, es más probable que aparezca la emoción del miedo como respuesta a algún desencadenante. Tal vez desconozcamos la razón de ese estado, pero usualmente podemos apuntar a algo concreto que desencadena nuestro miedo.
Paul Ekman, se refiere a siete emociones primarias y universales: miedo, ira, sorpresa, tristeza, desprecio, asco y alegría. Cada una de ellas, representa una familia de emociones que comparte el mismo sabor, pero varia en la intensidad o el tono. Algunas otras emociones dentro de la familia del miedo, son la preocupación, el terror, el nerviosismo, la inquietud, la ansiedad y la aprensión.
Cuando la ansiedad se vuelve parte del paisaje normal de nuestra experiencia, es posible que ni siquiera seamos conscientes de que estamos viviendo de forma crónica, con la mente y el cuerpo dominados por el miedo. Pero conscientes o no, el cuerpo sigue acusando las consecuencias de este estado y presenta síntomas como la presión arterial alta, trastornos del sueño y dolores crónicos de espalda y cabeza.
A veces, no podemos hacer nada ante el peligro de sufrir algún daño. Si no tenemos más alternativas que esperar y confiar en que sobreviviremos, el miedo se puede agudizar y convertirse en terror.
Otras veces, cuando es posible hacer algo ante el peligro, focalizarse en ello, puede mitigar el miedo. Por ejemplo, si al conducir se nos va el coche y corremos peligro de salirnos de la carretera, podemos enderezar el volante (una reacción muy probable). Con el volante controlado, el miedo disminuye, estamos concentrados en lo que necesitamos hacer. Sin embargo, si nos damos cuenta de que es imposible controlar el coche, el miedo puede pasar inmediatamente a un sentimiento de pánico (P. Ekman).
Mientras que la respuesta a un peligro inmediato suele reducir las sensaciones físicas de dolor, la preocupación por un peligro inminente suele aumentarlas, lo cual se traduce en una mayor vigilancia y tensión muscular. Estos efectos pueden ser acumulativos y provocar diferentes problemas físicos.
El miedo, al igual que otras emociones, tiene un periodo refractario. Cuando surge el miedo, es difícil sentir cualquier otra cosa o pensar en ella, y la cognición se queda “encerrada” de tal forma que solo vemos aquello que reafirma nuestro miedo.
Por ejemplo, cuando vemos una película de terror, es posible que estemos hiperalertas a diferentes los ruidos e interpretemos el sonido del viento o el crujir de la casa como una amenaza. Si el miedo se convierte en algo permanente en nuestra vida, podemos perder de vista partes importantes de la realidad que no calcen con nuestros temores.
Como vemos, el miedo forma parte de nuestro repertorio emocional: es una reacción biológicamente determinada a la amenaza que compartimos con los demás seres humanos y con los animales.
Esto significa que cuando tengas miedo, puedes recordarte que no es tu culpa, ni se trata de ninguna conspiración hacia ti, es simplemente la forma en que ha evolucionado el cerebro y el resto del cuerpo a lo largo de miles de años. Esto, evidentemente, no significa que no podamos hacer nada respecto a nuestros miedos.
En realidad podemos hacer muchas cosas, y gran parte de lo que podemos hacer, tiene que ver con la manera en que nos relacionamos con la experiencia del miedo.
Cuando el miedo está presente, lo habitual es quedarnos fijados en la emoción, en vez de percibirlo como un estado transitorio que surge y desaparece como cualquier otro pensamiento o emoción.
Nuestro sentido del yo, tiende a concentrarse en torno del miedo, y de esta forma tanto el miedo, como el sentido del yo, se vuelven más sólidos de los que son.
La sutil sensación de contracción y el deseo de controlarnos y controlar el entorno cuando tenemos miedo es, paradójicamente, aquello que nos deja atrapado en él.
Lo mismo ocurre con la ira, y la tristeza, que son movimientos naturales de energía emocional: la contracción, la consolidación de la emoción y del yo que nos atascan y enferman.
En la práctica del Mindfulness aprendes a no identificarte con el miedo, y comenzar a hacerlo con un campo más amplio de conciencia.
Dejar de identificarse con el miedo, implica reconocer y recordar algo que puede parecer muy sencillo, pero que no siempre es fácil recordar cuando estamos preocupados o asustados: “no soy este miedo”, “no soy esta preocupación”.
La Conciencia Plena abraza el miedo como una madre abraza a su hijo asustado, calmándolo, con cariño, calidez, sostén…cuando aprendemos a ofrecernos a nosotros mismos este cariño, amabilidad, compasión, luego podemos ofrecérselo a los demás.
Abrazar con conciencia no enjuiciadora aquellos aspectos que queremos rechazar o negar, quizá es el mejor antídoto contra el miedo, y ese amor, amabilidad, forman parte integral del Mindfulness.
Gran parte del miedo viene de creencias autolimitantes, a menudo inconscientes, de que hay algo fundamentalmente mal en nosotros y que deberíamos ser diferentes a lo que somos.
Cuando empezamos a cultivar el amor y la amabilidad hacia nosotros mismos y a suavizar nuestros juicios, disminuye considerablemente la sensación de estar en peligro (incluso ante circunstancias externas).
Desde el Mindfulness, en el momento en que se desencadena el miedo, sea por un factor estresante externo (como el encuentro con alguien difícil) o uno interno (como el miedo al juicio de los demás), es posible alterar la percepción del propio desencadenante, al observar que ocurre dentro y fuera del cuerpo sin caer automáticamente en la cascada de interpretaciones, juicios, pensamientos, emociones sobre lo que está aconteciendo.
No se trata de considerar seguro algo que nos parezca peligroso, ni de que nos guste o aprobemos el desencadenante. Es más cuestión de apartar el combustible de la llama, observando la situación con claridad, en vez de tomarla como algo sólido, monolítico y catastrófico.
Podemos ver que con solo observar nuestras sensaciones físicas y etiquetarlas, es posible evitar perdernos en la historia o incluso empeorarla con un ciclo inconsciente de pensamientos, emociones y sensaciones físicas.
La intensidad percibida del desencadenante, afectará a nuestra capacidad de observar con Conciencia Plena lo que surja.
En el caso de desencadenantes menores (ej. la posibilidad que lleguemos tarde a una cita), podemos adquirir conciencia con el tiempo suficiente para observar cómo estamos interpretando los hechos y cambiar la percepción para obviar la reacción del miedo.
En cambio, cuando reaccionamos inconscientemente ante un desencadenante agudo e intenso (ej. la anticipación a una intervención quirúrgica), la experiencia parece muy sólida y raramente nos damos cuenta de nuestras interpretaciones distorsionadas sobre el desencadenante, de modo que reaccionamos en piloto automático.
En estas situaciones nuestras interpretaciones del desencadenante, se funden con nuestra percepción del él. Pero con la práctica podemos ir trayendo la Conciencia Plena a aquello que nos asusta y percibirlo como algo menos permanente y quizá menos personal de lo que parece a primera vista.
Cuando un desencadenante se percibe como inamovible y se toma como algo personal, se intensifica la tendencia a la sobre-identificación y al diálogo interno autodestructivo. Entonces puede ser de gran ayuda recordar lo que el sabio indio Shantideva aconseja:
“Si puedes solucionar un problema ¿para qué preocuparte?
Si no lo puedes solucionar, ¿de qué te sirve preocuparte? (Thondup).
Aunque esto no siempre es fácil de aplicar en la vida, la práctica de la Atención Plena, a la percepción de los desencadenantes del miedo puede ser de gran utilidad. Es posible que el corazón siga acelerado y los músculos continúen tensos, pero se puede percibir gradualmente un cambio en la intensidad de la reacción.
Además, el Mindfulness puede crear un espacio para responder en lugar de reaccionar ante el miedo, permitiendo el acceso al contexto global de la situación, encontrando nuevos modos de lidiar con la amenaza percibida.
Cuando somos presa de una emoción, nuestro campo de conciencia tiende a reducirse, limitando la percepción a solo aquellos elementos del entorno que son relevantes para nuestro estado emocional actual y dejando entrar solo la información que reafirma la emoción. Si en lugar de esto, nos detenemos a prestar atención a lo que está ocurriendo en el momento presente, dentro y fuera del cuerpo, podremos tener una visión más clara de toda la situación, esto nos permite encontrar nuevos recursos y alternativas interiores y exteriores para ocuparnos de la amenaza con mayor eficacia y creatividad.
El Mindfulness no solo es útil en el momento de la experiencia de miedo, preocupación o ansiedad, sino que nos ayuda a ser conscientes de lo que está sucediendo cuando comenzamos a evadirnos o entramos en comportamientos autodestructivos (por ej. comer en exceso, trabajar de forma compulsiva, consumir sustancias tóxicas o permanecer pegado al televisor), como estrategias para lidiar con la ansiedad.
En estas situaciones podemos explorar con curiosidad y sin juicios lo que está ocurriendo en este preciso momento en lugar de quedar paralizados por la vergüenza, la culpa o el rechazo a nosotros mismos, que solo sirven para perpetuar y fortalecer el ciclo adictivo.
El miedo va asociado muchas veces a nuestro desempeño y a cómo nos evalúan los demás, así que el miedo y la ansiedad, pueden surgir cuando realizamos cualquier trabajo que vayan a ver otras personas. Por ejemplo, puedes observar la tendencia a consumir más azúcar cuando estás en un proyecto difícil, como estrategia para calmar tu ansiedad.
La meditación ayuda a establecer una respuesta consciente, haciendo que el pensamiento se desacelere y permitiéndonos observar lo que ocurre en la mente y el cuerpo momento a momento.
Con el tiempo todo esto se lleva naturalmente a la vida cotidiana, dejando de ser secuestrados por la energía del miedo y comenzamos a reconocerlo por lo que es, y si la amenaza en cuestión exige que actuemos, no lo haremos siguiendo los hábitos automáticos, sino desde la espaciosidad, la calidez y la sabiduría, haciendo que nuestras acciones sean más efectivas.
Ejercicios
- Observar los desencadenantes del miedo. Haz una lista de objetos, personas, hechos o situaciones que te provoquen la reacción de miedo.
- ¿Observas algún patrón o tema común en tus desencadenantes del miedo?
- Cuando surja el miedo, respira con conciencia y procura responder en vez de reaccionar a esos sentimientos, abórdalos con amabilidad y compasión. No es fácil al comienzo, lo cual requiere una práctica diaria.
Cullen y Brito
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